Cuando el terror es viral

Publicada en Revista Colsecor el 20/5/2019

El terror en las redes

por Martín Becerra

bacon

La masacre de Nueva Zelanda en marzo último contiene elementos novedosos acerca de la propaganda de odio. La reacción de Estados y empresas de Internet amerita una revisión sobre cómo proteger la libertad de expresión y la no discriminación como derechos en un entorno donde las viejas respuestas resultan insuficientes.

El atentado terrorista de un supremacista blanco en dos mezquitas de Nueva Zelanda en marzo pasado complementó la planificación de la masacre en la que perdieron la vida 50 personas con una meditada difusión en tiempo real por redes sociales digitales, como estrategia de propaganda y diseminación del horror. Facebook y Google intentaron bloquear la viralización del video en sus plataformas (Facebook, WhatsApp, Instagram, YouTube y el buscador), para no funcionar como exhibidoras del mensaje de odio y evitar, además, el eventual efecto contagio. Su respuesta, y la de los Estados en distintas latitudes, resultaron insuficientes.

Al estar intermediados por instituciones tradicionales como los medios de comunicación y las industrias culturales (como la editorial y la cinematográfica), la propagación masiva de discursos de odio estuvo históricamente moderada por actores que -en regímenes democráticos- actuaban como diques de contención.

La revolución digital trastorna completamente el ecosistema de comunicaciones personales y de información masiva, recreando viejas tensiones entre los derechos a la libertad de expresión (que comprende la posibilidad de dar a conocer la opinión sin censura previa) y a la no discriminación (que comprende el trato igualitario ante la ley y el derecho a la protección contra toda discriminación) en un contexto inédito en que un individuo puede potencialmente comunicarse con audiencias globales en vivo y en directo.

Al ser prolongación y recreación del debate político y social, las redes sociales digitales resultan hoy vitales para la democracia misma. Por ejemplo, pueden albergar las discusiones sobre las cuestiones que preocupan a la ciudadanía y amplían el ejercicio de la libertad de expresión, que comprende que todas las personas– especialmente aquellas que pertenecen a grupos vulnerables o que expresan visiones críticas sobre asuntos de interés público– puedan acceder y difundir contenidos y opiniones en igualdad de condiciones. O, por el contrario, pueden operar condicionando la expresión de sectores de la comunidad o de individuos a través de la reproducción ampliada de su discriminación, o bien fomentar expresiones de odio que limitan la plena realización de terceros. La gama de opciones entre estas dos situaciones hipotéticas es la que se dirime cotidianamente en el funcionamiento de las sociedades en red.

El nuevo ecosistema de producción e intercambio de información y cultura se disemina a nivel global con sus propiedades inherentes de inmediatez, interactividad y conectividad global. Estas características son irrespetuosas de las instituciones y procedimientos consolidados en las décadas y siglos previos. La tecnología corre a un ritmo que las regulaciones sobre derechos de los ciudadanos no pueden seguir.

Las conversaciones y los flujos de información y comunicación que hoy canalizan las plataformas de redes sociales digitales como Facebook, YouTube, Twitter, Instagram y servicios como WhatsApp, definen en buena medida la agenda pública. Esto no ocurre en el vacío histórico y social, lógicamente, sino que complementa, afecta y es afectado por las condiciones materiales en que la sociedad produce su realidad.

El espacio público virtual tiene propietarios privados que imponen reglas de juego en cada una de sus plataformas, mediante algoritmos cada vez más criticados por su sesgo y su discrecionalidad. En estas redes no todos los participantes son iguales: los medios de comunicación tradicionales, si bien perdieron centralidad y cedieron protagonismo, siguen siendo la usina que nutre al espacio público virtual y su palabra tiene un peso relativamente mayor que la de un ciudadano de a pie. Pero, y esto conmueve desde sus raíces a los sistemas de comunicación, bajo ciertas condiciones un ciudadano puede convocar la atención de millones, prescindiendo de la intermediación y de la edición de los medios como la prensa, la TV o la radio. Esa cualidad de las redes fue explotada por el asesino de Nueva Zelanda y el estupor que turbó a los distintos agentes del nuevo ecosistema de comunicaciones y a gobiernos de todo el mundo es una advertencia sobre su poder y de la necesidad de revisar las convenciones acerca de referentes a cómo proteger la libertad de expresión y la no discriminación en un entorno novedoso y masivo.

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