KO técnico (sobre Mayweather vs McGregor)
por Martín Becerra
En su libro de agudos ensayos “On boxing”, la novelista estadounidense Joyce Carol Oates (1987) escribió “cada combate de boxeo es una historia: un drama sin palabras, único y sumamente condensado. Incluso cuando no sucede nada sensacional: entonces el drama es “meramente” psicológico. Los boxeadores están ahí para establecer una experiencia absoluta, una pública rendición de cuentas de los límites máximos de su ser; ellos saben, como pocos podríamos saber de nosotros mismos, qué poder físico y psíquico poseen: de cuánto son capaces”.
El riesgo y su representación, que son el ingrediente de adrenalina y de morbo de muchas competencias deportivas, tiene en el boxeo una de sus expresiones más cautivantes. “Segundos afuera”: dos personas, con la mediación de un tercero, el árbitro, que encarna el principio de realidad, se miden contra otro, contra sí mismos y contra el tiempo (los tres minutos de cada round, pero también el tiempo de su propia vida), evocando una intensidad y una ferocidad deslumbrantes que la cultura contemporánea con su civilizado catálogo de lo que es correcto explora a la vez que contamina y mercantiliza en su afán de domesticación.
Sin pretenderse pura ni prometer un auténtico momento pugilístico, la archipromocionada pelea de anoche entre el ex campeón de boxeo en cinco categorías Floyd Mayweather (40) y el campeón de las artes marciales mixtas (MMA) en dos categorías Conor McGregor (29) ofrecía no sólo el consabido show business con el que el negocio del boxeo buscaba transfusión sanguínea de la creciente popularidad de la MMA, sino también la incógnita acerca del estado físico y mental del viejo Mayweather, que llegaba con el lastre de dos años de un retiro ostentador de fiestas y derroche. También McGregor subía al ring con varias desventajas que abonaban el interés en el combate: las reglas del juego, incluido el propio escenario del cuadrilátero, tipo de golpes, peso de guantes y calzado les eran ajenas. El irlandés era el foráneo en el encuentro, era el challenger con el menoscabo que ello supone en el boxeo; pero en lo suyo destaca como noqueador y, como escribió Horacio Convertini (que de box sabe un rato), “en los puños de un noqueador siempre late una victoria”. Se trataba de un enorme negocio, sí, pero podía ser también interesante (para la publicidad, fascinante) como experiencia.
Segundos afuera
Quienes sintonizaron anoche la pelea buscando ver boxeo salieron defraudados. La lucha fue una especie degradada de la familia circense (sin afán peyorativo hacia la cultura del circo) con su hibridación de estilos y lenguajes en que se permitían desde los golpes en la nuca del gimnasta irlandés hasta las lascivas tomaduras de cintura por detrás tan comunes en la lucha en el octágono de MMA. Es cierto que el clima que precede al combate con el ingreso de los luchadores y la escenografía, musicalizada y colorida, el papel decorativo de figuras femeninas que anunciarán el avance de la pelea entre los púgiles, las cámaras y los flashes, todo ese arsenal es parte de un sincretismo espectacular y espectacularizador que el boxeo adoptó a lo largo del último siglo, pero el instante en que suena la campana corta físicamente el tiempo y abre una nueva atmósfera solemne y dramática en que la fiesta se termina para asistir al momento de la verdad, en que dos personas se despojan de las lentejuelas para hablar con la limitación y la potencia de sus cuerpos.
La impresión es que “Money” Mayweather hizo durar la pelea, la estiró, en beneficio de su noción del espectáculo. Ganó por KO técnico en el décimo round, después de castigar a voluntad desde el séptimo a un McGregor que no sólo era foráneo sino que se comportó como un verdadero principiante. El temblor de sus piernas lo delató tempranamente como un fiasco. Estático, vertical, carente de plasticidad, de zigzagueo, de amagues y de picardía pugilística, McGregor fue destrozado en cuanto Mayweather entendió que los millones embolsados habían sido compensados por su espectáculo y, alejado de su tradicional estilo, tomó la ofensiva hasta que el árbitro decretó el lógico final. Si McGregor recibió formación boxística en su adolescencia, anoche no lo demostró.
Último round
Floyd Mayweather salió de Las Vegas con algún rasguño en los labios, una recaudación de al menos 100 millones de dólares y un récord de 50 triunfos invicto, con lo que superó al ítalo-estadounidense Rocky Marciano. Al final, habló como un sobrio empresario sin las pulsaciones propias de quien acaba de desgastarse en una pelea de primer nivel.
Conor McGregor se llevó una paliza, una bolsa de US$ 30 millones y el privilegio de haber secundado el show del regreso de Mayweather al ring y su ¿última? pelea. Sería más verosímil que McGregor ensaye un bolo en la serie Vikings que persista en su intentona con el boxeo profesional. Si Mayweather hubiese estado en competencia, y no dos años retirado en un efluvio de festicholas, y si la voluntad de extender el show por imperio del business no hubiera primado, el combate de anoche se terminaba en las primeras vueltas.
Para los millones de televidentes en Sudamérica, el pay-per view, que consiste en exigir un arancel extra a quienes ya erogan mensualmente elevados abonos de la tv paga, brindó otro bluff. Mientras su tecnología evoca el drama fundacional del boxeo y su experiencia absoluta, lo que la realidad muestra es una actuación que adultera y devora las promesas. El público experimentó, una vez más, el pasaje de la expectativa a la decepción.
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