Comentario: Google y Facebook en el banquillo de los medios tradicionales
Sobre la nota «Fake news and the digital duopoly» de Robert Thompson en The Wall Street Journal
por Martín Becerra

Si bien no es habitual que en este blog se comenten artículos, en este caso el texto «Fake news and the digital duopoly» de Robert Thopmson, publicado en The Wall Street Journal, bien amerita una excepción porque se trata de un planteo lúcido, irónico y argumentado (con argumentos derechistas) sobre los efectos de lo que el autor llama duopolio ejercido por Google y Facebook en el ecosistema global de infocomunicación.
Thompson es ejecutivo de News Corp., uno de los gigantes infocomunicacionales del planeta que a su vez es propietario de The Wall Street Journal, como bien aclara la nota al pie del artículo (práctica que es infrecuente en los posicionamientos editoriales que los medios latinoamericanos disfrazan como columnas independientes). El texto es una elocuente muestra del descontento que anida entre los dueños y gerentes de medios tradicionales respecto de la actuación de los intermediarios digitales, a los que aluden a menudo como «depredadores» que intoxican un ambiente en el que los viejos medios pierden protagonismo, influencia y rentabilidad.
Aunque el título de la nota y su primer párrafo apuntan a un tema que después Thompson no desarrolla en profundidad (y que a juicio del autor de este comentario no es trascendente), luego se centra en una agenda cardinal: en primer lugar alude a los algoritmos de Google y Facebook que, lejos de representar una perspectiva neutral o prescindente respecto de los datos que indexan, están tuneados expresamente en función de los intereses comerciales de ambos conglomerados digitales. Thompson lo ejemplifica con casos de manipulación del algoritmo a niveles orwellianos donde los productos de Google por ejemplo relegan a los de su competencia de modo categórico y señala que Kim Jong Un estaría encantado de lograr semejantes resultados en una elección.
Google y Facebook capturan más de dos tercios de la publicidad digital global que, a su vez, experimenta tasas de crecimiento superiores a las de cualquier otro mercado publicitario. El autor afirma que estos gigantes digitales no tienen drama alguno para monetizar y absorber esos ingresos, en lo que emplean ingenio, creatividad y recursos; pero en cambio para monitorear (desde «noticias falsas», «sitios extremistas» o contenido irrespetuoso del «copyright», algo que interesa de modo especial a Thopmson) se hacen los distraídos.
En cuanto a las noticias, a la curaduría sobre las fuentes noticiosas, la controvertida calidad de los sitios que las producen y distribuyen, Thompson acusa a Google y Facebook de abandono cuando, en cambio, podrían destinar parte de sus ingresos a mejorar el intoxicado ecosistema informativo del que son arquitectos. De última, la mejora del ecosistema también sería capitalizada por estos gigantescos intermediarios, aunque hasta hace pocos meses no se involucraban en estos asuntos. En este aspecto Thompson reproduce el ideal nostálgico de la industria de diarios, abastecedora de contenidos de calidad (lo que no resiste un examen histórico desapasionado), es decir, una industria con un presunto pasado glorioso que hoy debe lidiar con con un presente en el que se bastardizan sus producciones.
El autor también menciona algo que resultaría curioso si no fuera decisivo en la evolución de las formas de comunicación y de circulación de la información: la era digital postula métricas y datos precisos mientras que lo que reina es, en rigor, la ambigüedad que relega al plano de la fantasía la disposición pública de la agregación de los datos personales que Google y Facebook atesoran y que procesan sin garantías de transparencia, de control o de auditoría pública. Una era de precisión es proyectada mientras domina la incertidumbre.
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